El concepto de “urbanidad” está muy relacionado con la
expresión de la cortesía, el comedimiento, el modo, de ahí su derivación de
“buenos modales”. Resulta, por tanto, una actitud, una “manner” reguladora del trato social.
Sin embargo, la
verdadera urbanidad, concepto inicialmente ligado a la “urbs”, a la ciudad como
espacio y tejido de relaciones y hoy extendido a todo ámbito geográfico
-viajemos al latín para recordar la “urbs” y el “rus” (campo), de donde
“e-rudito” (el que no es rústico)- no tiene nada que ver con la afectación o la
hipocresía, máscaras seductoras de la verdadera urbanidad, ni tampoco con lo
que consideramos como “buena educación”,
en el sentido de “buena instrucción” y, a la vez, de “buenos modales”.
Cervantes, en el
“Quijote” nos ilustra sobre la afectación: Llaneza, muchacho, no te encumbres,
que toda afectación es mala. San Francisco de Sales, que fue obispo de Ginebra,
afirmaba que la urbanidad debe parecerse al agua, pues la mejor es la más
clara, la más simple, la que no tiene sabor alguno.
La urbanidad no
consiste, por tanto, en una forma exterior de comportamiento o de actitud, un
mero “modo” o “manera”, sino en la expresión de unas cualidades internas más
sólidas y esenciales: la honestidad, la sinceridad, el sentimiento y el deber,
en suma el bien. La verdadera urbanidad supone la formalización de una bondad y
de un sentimiento de justicia y libertad.
Fernando Abascal
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